Roldán Puras Historias

La 229

Con zoquetes y medias Ciudadela, los chicos íbamos a la escuela.

Por Darío Ávila

La noche previa al lunes 7 de marzo de 1966, ordené y revisé varias veces mis cosas, el portafolio, la cartuchera. Lustré mis zapatos, cepillé mis dientes, y hasta creo me acosté temprano. Era un gran momento para mí, comenzaba la escuela. Sin salita de 4 o Jardín, fui a parar derechito al turno mañana del primer grado inicial, aula: Mariano Moreno. Mi madre me acompañó ese día, el segundo ya fui solo. Mientras muchos lloraban, yo estaba sumamente feliz.

La Escuela Fiscal Coronel Manuel Dorrego Nº 229, conocida por todos como “la Fiscal” o “la 229”, está ubicada frente a la Plaza 25 de mayo y la Parroquia San José, en el centro de la ciudad, como si todo girara en torno a ella. Y todo gira en torno a ella. Es su corazón. Una placa nos recuerda que el edificio se inauguró en 1926, pero su historia se remonta a mucho tiempo atrás. Desde 1871 y hasta 1891 era la Escuela Elemental Pública que funcionaba en la casa de la familia de Adela Rodríguez, su directora. Desde 1891 y hasta 1926 opera en la calle López, donde luego vivieron Nora y Esther Harpp. En 1921 recibe el nombre que todos conocemos. Ciento cuarenta y seis años de gloria y varias generaciones de alumnos. Digamos la escuela no solo es un sentimiento, también es historia.

Por dónde empezar sino por la querida maestra. Aunque tuvimos varias, Ana, Marta, Nanci y Delia, de primero a cuarto siempre fue la misma y en sexto la volvimos a recuperar. Sin lugar a dudas fue el primer gran amor. Noemí era su bello nombre y venía de Cañada de Gómez junto a otras maestras, en una época en que todavía se podía hacer dedo en la ruta y la gente respetaba los guardapolvos blancos. En sus hermosas manos se depositaba el futuro de todos.

“Alta en el cielo, un águila guerrera…”, con el izamiento de la bandera, había que formar fila y tomar distancia, un método cuasi militar que servía para disciplinar a la tropa y evitar los empujones, cosa sumamente difícil. Nada de blancas palomitas, una banda de desaforados pero tiernos salvajes. Ingresar al aula también significaba un gran alboroto. “Chicos por favor, que me duele la cabeza”, se la escuchaba decir, señal que había que hacer silencio. Pobre, éramos como una migraña masiva. Ávila, presente, Beauvallet, presente, Buffarini, presente, Cicchitti, presente, Da Campo…, presente, después de la diaria e impostergable rutina de tomar asistencia, daba comienzo la clase.

Cada alumno tenía asignado un “pupitre marrón bordado de sueños” que por ese entonces era de madera e hierro forjado. Nada de melanina o enchapado. Su tapa se levantaba, lo mismo que el asiento, debajo había espacio para guardar cosas. Los pupitres estaban relacionados, el asiento y el respaldo de uno era el pupitre del otro. “Quédate quieto que no puedo escribir…” se quejaba el de atrás y acción seguida algo golpeaba en tu cabeza.

El guardapolvo era blanco Ala los lunes por la mañana, los viernes pedía a gritos un lavarropas. En el bolsillo no podía faltar el paquete de Manón o el alfajor Tatín. Debajo del brazo el portafolios (el mío no tenía manija ni correa para colgar). Adentro perfectamente desordenados todos nuestros pertrechos escolares. El cuaderno subrayado Rivadavia, donde podías borrar y volver a escribir sin borronear. El libro de lectura “Los Teritos”. El Manual Santafecino. Todo debía estar forrado en papel araña y debidamente etiquetado. Y por supuesto, la infaltable canopla o cartuchera. El paso del lápiz a la lapicera significó un gran paso en nuestras vidas. La 303, la Sheaffer, la Parker. Los cartuchos tenían que ser indefectiblemente azul lavable, pero si se te caía en el guardapolvos, no sólo no salía, sino que además cobrabas. La goma Dos Banderas. El lápiz rojo y azul. La Plasticola. El sacapuntas. El semicírculo. El tintero, la pluma y el secante son los responsables de las mayores tragedias dentro de la historia de la educación, incluso cuando aparecieron los famosos tinteros involcables, porque siempre algo se derramaba. Si una gota caía en tu delantal, llevabas la mancha de por vida, como un estigma hasta que te quedara chico o te lograran comprar otro. Aunque cueste creer, todos logramos sobrevivir y alcanzar los objetivos, sin celulares, laptops o tablets.

Cierro los ojos e intento recordar… Saquen una hoja. Tema 1, tema 2. No se copien. De pié. Sentados. Si nos dice de qué se ríe nos reímos todos. Tarde otra vez. ¿Puedo borrar? ¡No son errores, son horrores de ortografía! Todas frases célebres.

Los primeros palotes. La alegría de escribir el nombre. El pizarrón, la tiza y el borrador. Los cálculos orales. Los dictados. Las redacciones. El mimeógrafo. Las láminas de la pared. Los de la mañana, los de la tarde. Los del A, los del B. El políticamente incorrecto tirón de orejas. La dirección, ese lugar tan temido. ¡Socorro: el boletín de calificaciones! La campana. Ignacio el portero. La inolvidable Marcela. El recreo. Los juegos en el patio. La tarea. El Billiken y el Anteojito. Las vacaciones. La foto colectiva. La promoción 72. El viaje de estudios. La tristeza de la despedida.

Creo que todos tenemos un compromiso enorme con la escuela. La Escuela es mucho más que aprender a leer y escribir, y decir eso ya es decir demasiado. Es un viaje de ida al mundo del conocimiento. Es la posibilidad de crecer, de transformarnos en ciudadanos de bien. Es la posibilidad de nivelar para arriba, para que todos tengamos sueños parecidos. Por eso creo y defiendo la Escuela Pública libre y gratuita. La educación es prioridad nacional, después si quieren conversamos todo lo demás.

“La Fiscal” o “La 229” o como quieran llamarla, es un sentimiento muy grande, es emoción hasta las lágrimas, como ponerte una escarapela en el pecho, cantar el himno o ver izar la bandera, esa que Belgrano nos legó. Son sólo siete años maravillosos que te marcarán por el resto de tus días, suficientes para que nuestra gratitud sea infinita y nuestro amor eterno.