La Ciudad

#HistoriasLocales: La heladería de la Rina, de tradición familiar y un proceso siempre artesanal

El negocio ubicado en la esquina de López e Independencia logró una gran identificación con la ciudad. De sus inicios como panadería, la mutación a los helados en 1937 y una posta generacional de bisabuelos a los dueños actuales.

Por: Nicolás Galliari

“Este es uno de los pocos locales históricos de la ciudad que aún continúa abierto”, dice Marcela, mientras cruza la calle Estanislao López llevando una caja repleta de fotos con ambas manos. Es la hija de Rina, el nombre con el que aún se conoce popularmente a la heladería que la década próxima cumplirá 100 años de vida, y madre de Eliseo y Federico, quienes hoy llevan las riendas del negocio. Son las caras visibles de un local que fue pasando de generación en generación y que siempre tuvo un trasfondo familiar. Una línea histórica de la misma sangre.

Aún cuando la heladería alcanzó una gran identidad con Roldán desde sus primeros días de vida, la historia habla de una mutación de rubro en la década del ‘30. Previamente, los bisabuelos de quienes hoy gestionan la marca trajeron su panadería desde Carcarañá. Eran dos hermanos que se asentaron en dos lugares, uno donde hoy funciona Susi -López y Berni- y el otro en la esquina definitiva donde se quedarían hasta los días que corren. 

Eran épocas en las que ambos realizaban repartos en un carro tirado a caballo por las pocas casas que había en la ciudad, dentro del casco céntrico y la avenida San Martín. La producción de helado apareció de la mano con la panadería y fue tomando su lugar, a medida que la salud de quien fuese abuelo de Marcela se deterioraba. “Junto a sus dos hijas adolescentes que también trabajaban en la panadería, mi abuela empezó a hacer helado. Lo hacía con la fruta que había en el momento, la fruta de estación”, recuerda ella.

Mientras la panadería continuó funcionando, la heladería abrió sus puertas primeramente en un local cercano a donde hoy se encuentra la ferretería Juaristi. Luego, lo hizo frente a la plaza 25 de Mayo, por calle Berni. Fue en 1936/37 que el negocio comenzó a establecerse tal como se lo conoce actualmente. Es decir, fue en ese momento que se inició la producción de helados. Un proceso artesanal que nunca se modificó y que la entrevistada recuerda desde aquellos primeros tiempos.

“Como mujer, me enorgullece muchísimo saber que hace 86 años, una mujer se hizo cargo del negocio con sus dos hijas. En ese momento había chicas que estudiaban o trabajaban, pero ser emprendedoras no era para cualquiera”, infla el pecho Marcela, sentada en el comedor de su casa, antes de buscar fotos históricas dentro de la caja. El espacio como tal se fue ampliando y hubo modificaciones en la estructura, aunque el negocio cerraba cuando finalizaba la temporada. Eran años en que solo el verano daba rédito.

La producción siempre fue familiar, desde el primer día. “Mi mamá y mi tía contaban que mi abuela les decía ‘vayan a buscar frutas a la verdulería que vendimos todo el helado’”, recuerda Marcela, mientras agita la mano como quien busca dar una señal de apuro. Por entonces, tenían una máquina enorme que giraba mediante una manija para hacer el helado. Con el tiempo, la fabricación fue in crescendo. “Hacían variedades de helados de fruta que hoy están de moda nuevamente en un montón de lugares. Por ejemplo, melón, naranja, pomelo, pistacho y tutti-frutti. Y también tenían los sabores clásicos”.

Hace más de 60 años, hacían envíos desde aquí hacia otras localidades, como San Jerónimo o Cañada de Gómez. “Lo hacían en tren -señala y realiza una pausa, para darle más énfasis al relato-. Cargaban el helado en unos tachos grandotes que tenían tapas con manija de metal. Cuando llegaban a la estación, el jefe pesaba la cantidad en una báscula enorme, le ponía una bolsa gruesa de lona, lo lacraba y le escribía el peso”, puntualiza.

En un viaje en el tiempo, ella recuerda que la fabricación nunca dejó de ser artesanal. “Cuando éramos chicos, nos levantábamos temprano y participábamos del proceso. Después de que cocinaban el helado en unos mecheros y antes de ponerlo en la fabricadora, había que enfriarlo”, describe. Se sentaban en el borde de unas piletas grandes que contenían las ollas con agua, hielo y sal. Mediante unas espátulas, se ponían a revolver. No es el único recuerdo de esa etapa, sino que ve como si fuera hoy cuando se ponían a limpiar las frutillas y a romper las nueces una por una a la hora de la siesta.

Al finalizar el verano, el helado que no se había vendido era regalado, las máquinas se limpiaban y todo se apagaba hasta la próxima temporada. Durante la primera semana de clases, era común que desde la heladería se acercaran a las dos escuelas de la ciudad, Pedro Durst y la Fiscal, para invitar a que los alumnos llegaran al local con sus familias para aprovechar lo último que quedaba. “Al no haber plástico, la gente venía con ollas y bandejas enlozadas a buscar. Hacía colas con jarras y otras cosas, hasta que el helado se terminaba”, asegura.

Su abuela, Catalina Carmela Acoroni, a quien Marcela recuerda como una mujer extremadamente trabajadora, exigente y obsesiva con la limpieza, falleció siendo joven a causa de un cáncer de pulmón, a su regreso de un viaje de placer por Europa en los ‘70. En ese momento, Rina -quien siempre había estado inmiscuida en el proceso- tomó la posta y dio continuidad al negocio familiar junto a su esposo. Cuando éste murió, también a fines de los ‘70, Mario, hermano de Marcela, abandonó su trabajo en Rosario y regresó para dar una mano. No se iría por 40 años, dado que se jubiló en 2019.

Con el paso de los años, la heladería logró una gran identificación con el pueblo. Para Marcela, influye la cantidad de años que transcurrieron desde su apertura. También, el trasvasamiento generacional. “Hay chicos que vienen porque los abuelos los traían antes. Y todavía hay gente que recuerda la panadería. Por otro lado, es un lugar tradicional que siempre estuvo en el centro del pueblo”, comenta. En paralelo, y de vuelta en los días que corren, señala que también juega su papel la calidad de los helados. “Es un negocio que está siempre abierto”, agrega, a diferencia de los tiempos en que las máquinas se apagaban.

“Todavía hay gente que la denomina como ‘la heladería de la Rina’”, cuenta Marcela y se predispone a recordar a su madre. “Ella estaba todo el día con mi abuela. Cuando falleció, hacía un tiempo que no estaba bien. Y nos costaba, porque quería ir al negocio”, señala. “Dejó muchos años de su vida allí y muchas veces suspendió vacaciones para quedarse. Para ella, primero estaba el trabajo y la responsabilidad del negocio”, expresa. 

Rina acudía a los encuentros nacionales de helado, así como luego lo hicieron sus hijos y hoy lo hacen sus nietos. “Ellos van a cursos y charlas, se siguen formando. Incluso, viajan cada tanto a Buenos Aires”, describe Marcela. Lejos de que el proceso de fabricación actual sea mecánico, y más allá de que algunas partes se fueron industrializando, detalla el trabajo de Eliseo y Federico: “Son meticulosos para trabajar y muy observadores. Están siempre atentos. Si les parece que el producto se puede mejorar, lo hacen”. El padre de ambos, también llamado Eliseo, siempre está predispuesto y atento para dar una mano.

Más allá de que existen empresas que colocan aditivos a sus productos, Marcela diferencia la cocina artesanal sin criticar la creación ajena. “Uno sabe que la gente puede consumir tranquila porque todo está en condiciones. Por ejemplo, compramos la frutilla a una empresa que tiene una plantación muy grande, con un ingeniero que la supervisa”, narra. “Tratamos de que todo lo que compramos sea con mucho control y no dejamos nada al azar”, completa.

Sin titubear, asegura que la frutilla al agua es el gusto más elegido históricamente por los clientes. En familia, aún conservan un cuchillo que tenía serrucho de ambos lados, carteles viejos y una batidora SIAM que estaba amurada al piso y “hacía un ruido enorme”. Sin embargo, detrás de esta historia casi centenaria, sus responsables llevan consigo un orgullo muy grande que Marcela relata con mucha humildad y con la esperanza de disponer de un dato que lo certifique.

Hace más de 10 años, visitaron Buenos Aires y vieron una placa que hacía honor a la primera heladería de la ciudad, en inmediaciones al Obelisco. Por esos días, ya había cambiado cinco veces de dueño. Unos años más acá, en una de las ferias anuales de heladeros y panaderos les comentaron que solo quedaba un mostrador de aquel local y lo restante se había convertido en bar. “Nosotros no estamos seguros, por eso no lo digo con firmeza, pero pensamos que debemos ser la heladería más antigua del país con dueños de misma sangre”, dice, con la seguridad de quien ve frente a su casa el fruto de tantos años de esfuerzo.

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